miércoles, 31 de octubre de 2007

La esposa clónica

La esposa clónica, versión libre del mito de Hera e Ixión
Gabriel Almirante Gragera
Badalona 27 de diciembre de 2005

Una vez llegó a Tesalia procedente de un lejano país un joven llamado Ixión. Su plan de viaje era solicitar la mano de la princesa, para lo cual sedujo al rey con espléndidas promesas. Tras el solemne juramento exigido a los pretendientes reales, el padre accedió a casar a su hija con el recién venido. Pero una vez celebrada la boda, como no podía ser de otra manera, Ixión no cumplió con lo prometido, sino que entregó como único presente nupcial una fosa de ascuas al rojo vivo donde su recién estrenado suegro junto con la restante parentela de su esposa de ambos sexos fueron arrojados, abrasados y cubiertos de tierra. Con semejante perfidia consiguió el reino y un matrimonio sin demasiadas interferencias familiares.

El horror provocado por el doble sacrilegio, el más difamante perjurio jamás cometido y el espantoso asesinato, fue tal que ningún mortal se avino a purificarlo a pesar de las múltiples y desesperadas demandas del criminal. Así el reino de Ixión llevaba padeciendo durante cuatro largas décadas la maldición de no ser visitado por ningún extranjero o peregrino, y sus gentes se veían privadas de las rejuvenecedoras historias que se forjan por caminos y vaguadas. Tampoco podía ninguno de sus súbditos salir de viaje franqueando los confines de los reinos vecinos por expresa proscripción de sus reyes, quienes habían ordenado marcar con tinta roja las lindes compartidas y no permitir la entrada a nadie que dejara tras de sí huellas de semejante color. Nunca hasta la fecha se había tenido noticia de un aislamiento como aquél.

Entonces Zeus, soberano del Olimpo, se apiadó del sacrílego reino purificando a Ixión en la fuente Castalia, por cuyas aguas juran los inmortales. Mientras las aguas cristalinas se llevaban los crímenes valle abajo, Ixión veía afianzado su poder de seducción, que lograba incluso ganarse los favores divinos más invocados por sus congéneres. La purificación surtió efecto inmediato y la rayas rojas acabaron difuminándose bajo las continuas huellas que dejaban los caminantes en ambos sentidos. Tanto gustó a Zeus la idea de que por fin se congraciaran mortales e inmortales, que incluso invitó al rehabilitado Ixión a un banquete en su propio palacio como muestra de su clemencia y magnanimidad.

Sin embargo, por tercera vez la osadía de Ixión puso a prueba las leyes divinas: ni la más sagrada hospitalidad que puede un humano recibir quedó sin mancillar. Tras el exuberante festín ofrecido en su honor por Zeus ante la presencia unánime de todas las divinidades olímpicas, el invitado se puso a contar unas historias tan desesperadamente maravillosas que todos los dioses cayeron bajo su hechizo paralizante. Les contó increíbles historias de muy devotos países aún por nacer, ciudades sin pasado ni futuro destinadas a desvanecerse en los altares de la vanidad, gentes que se entregarían cotidianamente a sacrificar sus propias vidas convertidas en humo para los inmortales. Las petrificadas miradas de los dioses no lograron detectar las mentiras en la cara del pérfido, sino que todos sin excepción se rindieron a los seductores encantos y lo aclamaron como rey de la elocuencia.

Ya los comensales se iban retirando a sus respectivos aposentos privados, cada uno de ellos seguido de sus predilectos compañeros de cama en un desfile tan singular como poco militar. A la cabeza de la comitiva iba el soberano Zeus, besando y haciendo arrumacos a Ganimedes, su criado y escolta personal, el más hermoso jovenzuelo del Olimpo, favorito entre los favoritos, envidiado y odiado por todos sin excepción. Luego la hermosa Afrodita, escoltada a uno y otro lado por sus dos amantes, el constante Hefesto y el impetuoso Ares, un binomio sexual infalible. A continuación la virginal Atenea, eternamente privada de los placeres del incesto, armada sola con los últimos y estimulantes artilugios de su inteligencia varonil. Después Apolo con su coro de Musas incorpóreas, inigualables en la práctica del sexo seguro; su gemela Ártemis la cazadora le seguía acariciando la última camada de perros sin pedigree llegada desde las remotas montañas afganas. Más atrás el andrógino Dioniso, en medio de su lujurioso séquito de ninfas, sátiros lascivos y la inseparable Ariadna, formando todo el grupo una descomunal algarabía. Y por último Hermes, asido de la mano de la última alma escatimada a las tinieblas del Infierno.

En la mesa quedaron solos el invitado de honor y su anfitriona Hera, la desairada y una vez más menospreciada esposa. En ese preciso instante Ixión afinó su lengua como nunca antes para atraer a su presa a la red de su abrazo y llevársela consigo entre halagos y caricias sin par. No respetó ni los aposentos más íntimos del Olimpo, los más celosamente guardados, sino que sus hechizos verbales irreverentes profanaron impíamente el tálamo nupcial de sus anfitriones, el sepulcro donde se consagran todos los matrimonios del universo mundo. Llegados al lecho conyugal, Ixión se avalanzó sobre Hera y para acabar de violar la voluntad de la diosa matriarca descargó en sus ya rendidos oídos los últimos cartuchos de vanidad que le quedaban al seductor. Sus palabras estiraron las flácidas carnes del cuello y los mentones, alisaron las arrugas faciales, apuntalaron los desmoronados senos, succionaron de los muslos y de la cintura los grasientos deshechos de las cada vez más frecuentes cenas sin postre. Y talmente coronada de virtudes y talmente irreconocible la dejaron aquellas palabras, que la auténtica se escabulló por entre los innumerables huecos desocupados de materia como resultaron de tan particular intervención quirúrgica.

Con aquella esposa clónica, vacía, inanimada consumó Ixión sus amores sacrílegos. Y de la misma manera que un dónut en su perpetuo circular alrededor del hambre, de igual manera también fue condenado Ixión, porque a aquella esposa clónica, vacía, inanimada quedaron perpetuamente atadas sus persuasivas palabras, rodeándola, incapaces de llenar el vacío.

Fruto de esta insana unión nacieron mil esposas, todas igualmente clónicas, y mil centauros que tenían por pezuñas tampones de tinta roja indeleble, y toda esta generación de horribles seres pobló y colonizó el reino de Ixión hasta convertirlo en el más irreconocible e inhóspito de cuantos lugares dieron nunca hospitalidad a visitantes embaucadores.

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