miércoles, 31 de octubre de 2007

Una SONRISA no cuesta nada y da mucho, Gandhi

Una SONRISA no cuesta nada y da mucho.

Enriquece a quien la recibe
sin empobrecer a quien la da.
Sólo dura un instante,
pero su recuerdo es a veces eterno...

Nadie es demasiado rico
para poder prescindir de ella.
Nadie es demasiado pobre
para no merecerla.

Da felicidad en el hogar, apoyo en el trabajo.
Es el símbolo de la amistad.
Una sonrisa da reposo al cansado.
Anima al deprimido.

No se puede comprar, ni prestar, ni robar,
porque es una cosa que no tiene valor,
hasta el momento que te la dan.

Si alguna vez encuentras a alguien
que no sabe dar una sonrisa, sé generoso, dale la tuya,
porque nadie tiene tanta necesidad de una sonrisa
como el que no la puede dar.

DESIDERATA

DESIDERATA
Escrito encontrado en la iglesia Old Saint Paul, Baltimore. Fechado en 1692

Anda plácidamente entre el ruido y la prisa, y recuerda la paz que puede haber en el silencio. Tanto cuanto te sea posible sin rendirte, está en buenas relaciones con todas las personas. Habla tu verdad queda y claramente; y escucha a los otros, aún a los apagados e ignorantes; ellos también tienen su historia.

Evita a las personas ruidosas y agresivas, son una vejación al espíritu. Si te comparas con otros, puede que te envanezacas y amargues, porque siempre habrá personas que son mejores y peores que tú. Disfruta de tus logros tanto como de tus planes.

Mantente interesado en tu propia carrera, no importa cuán humilde sea; es una verdadera posesión en las cambiantes fortunas del tiempo. Ejercita la prudencia en las cuestiones de negocios, porque el mundo está lleno de engaño. Pero que esto no te ciegue a la virtud que pueda haber; muchas personas luchan por altos ideales; y en todos sitios la vida está llena de heroismo.

Sé tú mismo. Especialmente no finjas afecto. Ni seas cínico sobre el amor; porque ante toda la aridez y el desencanto, él es perenne como el pasto.Toma amablemente el consejo que traen los años, abandonando con gracia las cosas de la juventud. Nutre de fuerza tu espíritu para que te proteja de la desgracia súbita. Pero no te apenes con vanas imaginaciones. Muchos temores nacen de la fatiga y de la soledad. Fuera de una disciplina saludable, sé gentil contigo mismo.

Eres un niño del universo tanto como los árboles y las estrellas; tú tienes el derecho de estar aquí. Y esté claro o no para ti, sin duda, el universo se esta desenvolviendo como debe.

Por lo tanto está en paz con Dios, no importa como lo concibas a Él, y no importa cuáles sean tus labores y aspiraciones, en la ruidosa confusión de la vida, mantente en paz con tu alma.

Con toda su farsa, faena y sueños rotos, aún así es un mundo hermoso. Ten cuidado. Lucha para ser feliz.

Un hombre llamado Flitcraft

Un hombre llamado Flitcraft
Relato contenido en la novela de Dashiell Hammett El halcón maltés

Spade se sentó en el sillón que había junto a la mesa, y sin exordio de ninguan clase, sin frase alguna para comenzar, empezó a relatarle a Brigid una cosa que le había ocurrido unos años antes en el Noroeste. Hablaba en tono corriente, sin énfasis y sin pausas, aunque de vez en cuando repetía una frase modificándola ligeramente, como si tuviera gran importancia que cada detalle quedara relatado exactamente tal y como ocurrió.

Al principio Brigit estuvo escuchándole sin especial atención, evidentemente más sorprendida de que Spade le estuviera contando aquello que interesada en lo que narraba, y sintiendo más curiosidad por los motivos que tuviera Space en contar el relato que por la propia historia; pero luego, según fue desarrollándose el cuento, pareció sentir mayor interés y permaneció inmóvil y escuchando con atención.

Un hombre llamado Flitcraft salió un día de su oficina de corredor de fincas para ir a comer. Salió y jamás volvió. No acudió a una cita que tenía a las cuatro de la tarde para jugar al golf, a pesar de que fue idea suya concertarla y de que lo hizo solamente media hora antes de salir para comer. Su mujer y sus hijos nunca más le volvieron a ver. El matrimonio parecía feliz. Tenía dos hijos, dos niños varones, uno de cinco años y otro de tres. Flitcraft era dueño de su casa en un buen barrio de las afueras de Tacoma, de un «Packard» nuevo y de los demás lujos que denotan el éxito feliz de una vida en Estados Unidos.

Flitcraft había heredado 70.000 dólares de su padre, y el ejercicio de su profesión de corredor de fincas aumentó aún más su peculio, que ascendía a unos 200.000 dólares en el momento de su desaparición. Sus asuntos estaban en buen orden, aunque existían entre ellos algunos aún pendientes; el hecho de que no hubiera tratado de concluirlos era una clara prueba de que no había preparado su desaparición. Por ejemplo, un negocio que le hubiera supuesto un bonito beneficio iba a concluirse al día siguiente al de su desaparición. Nada indicaba que llevara encima más de cincuenta o sesenta dólares en el momento de esfumarse. Sus costumbres, durante los últimos meses, eran lo suficientemente conocidas como para descartar cualquier sospecha de vicios ocultos o de la existencia de otra mujer en su vida, aunque tanto lo uno como lo otro cabía dentro de lo posible.

-Desapareció -dijo Spade- como desaparece un puño cuando se abre la mano.
***
- Bueno, eso ocurrió en 1922. En 1927 yo estaba trabajando en una de las grandes agencias de detectives de Seattle. Un día se nos presentó mistress Flitcraft y nos dijo que alguien había visto en Spokane a un hombre que se parecía prodigiosamente a su marido. Fui allí. Y, efectivamente, era Flitcraft. Llevaba viviendo en Spokane un par de años bajo el nombre de Charles, nombre de pila, Pierce. Era propietario de un negocio de automóviles y tenía unos ingresos de veinte o veinticinco mil dólares al año, una esposa, un hijo de menos de un año y una buena casa en un buen barrio de las afueras de Spokane. Solía jugar al golf a las cuatro de la tarde durante la temporada.

Spade no había recibido instrucciones acerca de lo que debía hacer si encontraba a Flitcraft. Estuvo charlando con él en la habitación del hotel Davenporth. Flitcraft no sentía remordimientos de ninguna clase. Había dejado a su familia en posición desahogada, y su conducta le parecía completamente razonable. Lo único que parecía preocuparle era hacerle comprender a Spade que, efectivamente, se había conducido razonablemente. Nunca había contado a nadie todo aquello, y, por tanto, hasta ahora no había necesitado explicar a ningún interlocutor que su conducta había sido sensata. Y en ese momento estaba procurando hacerlo.
-Bueno, yo le comprendí -dijo Spade a Brigid- pero su mujer no. Todo aquello le pareció estúpido. Puede que lo fuera. En cualquier caso, la cosa acabó bien. La mujer no quería escándalos; y después de la faena que él le había hecho -faena según ella-, no quería saber nada de Flitcraft. Así que se divorciaron discretamente y todo el mundo tan contento. Lo que le ocurrió a Flitcraft fue lo siguiente. Cuando salió a comer pasó por una casa aún en obras. Todavía estaban poniendo los andamios. Uno de las andamios cayó a la calle desde una altura de ocho o diez pisos y se estrelló en la acera. Le cayó bastante cerca; no llegó a tocarle, pero sí arrancó de la acera un pedazo de cemento que fue a darle en la mejilla. Aunque sólo le produjo una raspadura, todavía notaba la cicatriz cuando le vi, Al hablarme de ella se acarició, se la acarició con cariño. Naturalmente, el susto que se llevó fue grande, me dijo; pero la verdad es que sintió más sorpresa que miedo. Me contó que fue como si alguien hubiera levantado la tapa de la vida para mostrarle su mecanismo.

Flitcraft había sido un buen ciudadano, un buen marido y un buen padre, no porque estuviera animado por un concepto del deber, sino sencillamente porque era un hombre que se desenvolvía más a gusto estando de acuerdo con el ambiente. Le habían educado así. La vida que conocía era algo limpio, bien ordenado, sensato y de responsabilidad. Y ahora, una viga al caer le había demostrado que la vida no es nada de eso. Él, el buen ciudadano, esposo y padre, podía ser quitado de en medio entre su oficina y el restaurante por una viga caída de lo alto. Comprendió que los hombres mueren así, por azar, y que viven sólo mientras el ciego azar los respeta.

Lo que le conturbó no fue, primordialmente, la injusticia del hecho, pues lo aceptó una vez que se repuso del susto. Lo que le conturbó fue descubrir que al ordenar sensatamente su existencia se había apartado de la vida en lugar de ajustarse a ella. Me dijo que, tras caminar apenas veinte pasos desde el lugar en donde había caído la viga, comprendió que no disfrutaría nunca más de paz hasta que no se hubiese acostumbrado y ajustado a esa nueva visión de la vida. Para cuando acabó de comer ya había dado con el procedimiento de ajuste. Si una viga al caer accidentalmente podía acabar con su vida, entonces él cambiaría su vida, entregándola al azar, por el sencillo procedimiento de irse a otro lado. Me dijo que quería a su familia como los demás hombres quieren corrientemente a las suyas; pero le constaba que la dejaba en buena posición, y el amor que tenía por los suyos no era de la índole que hace dolorosa la ausencia.

-Se fue a Seattle -continuó Spade- aquella misma tarde, y desde allí a San Francisco. Anduvo vagando por aquella región durante un par de años, hasta que un día regresó al Noroeste, se estableció y se casó en Spokane. Su segunda mujer no se parecía a la primera físicamente, pero las diferencias entre ellas eran menores que sus semejanzas. Ya sabe usted, mujeres las dos, de esas que juegan decentemente al bridge y al golf y que son aficionadas a las nuevas recetas para preparar ensaladas. No lamentaba lo que había hecho. Le parecía razonable. No creo que nunca llegara a darse cuenta de que llevaba la misma clase de vida rutinaria de la que había huido al escapar de Tacoma. Y sin embargo, eso es lo que me gustó de la historia. Se acostumbró primero a la caída de vigas desde lo alto; y no cayeron más vigas; y entonces se acostumbró, se ajustó, a que no cayeran.

Una matrona de Éfeso muy honesta

Una matrona de Éfeso muy honesta
Fábula milesia extraída del Satiricón de Petronio

Esta fábula milesia tuvo mucho éxito en la Antigüedad como prototipo de la literatura antifeminista; es transmitida aislada por varios manuscritos y la recoge íntegra también Juan de Salisbury en su Polycraticus.

Una matrona en Éfeso era de tan notable honestidad que atraía la mirada de las mujeres incluso de las regiones vecinas. Pues bien, cuando hubo de enterrar al marido, no se contentó con la costumbre de marchar tras el cortejo fúnebre con su cabellera despeinada, o golpear su pecho desnudo ante la vista de los presentes, sino que acompañó al difunto hasta el mausoleo, y después de depositado en la cripta al modo griego se puso a velar y llorar su cuerpo las noches enteras y los días. De su aflicción y de su intento de morir por hambre no pudieron apartarla ni sus padres ni sus parientes; incluso los magistrados de la ciudad, rechazados, acabaron por marcharse; aquella mujer de tan singular ejemplo, compadecida por todos, llevaba cuatro días sin tomar alimento. Acompañábala una esclava, de toda lealtad para con la melancólica mujer; acomodaba sus lágrimas a las de ella, y cuantas veces decaía renovaba la luminaria puesta en el monumento. Así pues, en toda la ciudad había un solo tema de comentarios; los hombres de todas las categorías confesaban que sólo aquél destacaba como verdadero ejemplo de pudibundez y amor. Entre tanto, el gobernador de la provincia mandó que fueran cruicificados unos ladrones cerca de la pequeña construcción donde la matrona lloraba el reciente cadáver. Pues bien, la noche siguiente, cuando el soldado que hacía guardia ante las cruces a fin de que nadie robase los cuerpos para darles sepultura, observó la luz que brillaba de una manera especial en medio de los sepulcros y oyó que alguien gemía y lloraba, según un defecto muy humano sintió deseos de saber quién era y qué hacía. Bajó, pues, a la cripta y al ver aquella mujer, turbado como si se tratara de un fantasm o de alguna visión infernal, primero se quedó clavado en el sitio. Después, cuando vio el cuerpo del muerto y contempló las lágrimas y el rostro desgarrado por las uñas, cayendo en la cuenta de lo que era en realidad, que aquella mujer no podía soportar la ausencia del hombre fallecido, llevó al monumento su frugal cena y comenzó a exhortar a la desconsolada a no continuar en su dolor inútil y a librar su pecho de un duelo que para nada servía: que todo el mundo tenía el mismo fin y, con certeza, la última morada era la misma, y todos los argumentos con que los corazones ulcerados son traídos nuevamente a la salud. Pero ella, excitada por consuelo tan inesperado, laceraba su pecho con más ímpetu todavía, y extendía sobre el cuerpo del muerto sus cabellos desgarrados. No cejó con todo el soldado, sino que con los consejos probó a dar a la pobre mujer comida, hasta que la esclava, sobornada por el aroma del vino, extendió ella misma la primera a la benevolencia del incitador su mano vencida. Después, reconfortada con la bebida y el alimento, comenzó a asediar la resistencia de su ama,.y le decía: “De qué te servirá todo esto si te aniquila el hambre, si te entierras viva, si antes de que lo exija tu destino entregas tu alma inocente?

“¿De eso crees que se dan cuenta estas cenizas o los manes de los sepulcros?” (Eneida, IV, 34)
“¿Quieres, dejando de lado un error muy femenino, gozar del bien de la luz todo el tiempo que te sea permitido? El propio cuerpo del muerto debe advertirte de tu obligación de vivir”.
Nadie oye a disgusto que se le fuerce a tomar alimento o a beber.
De este modo la mujer, agotada por la abstinencia de varios días, toleró que se relajase su resistencia, y se atracó de comida tan ávidamente como la esclava, que se había rendido antes. Pero ya sabéis qué cosas suelen tentar muchas muchas veces a un estómago satisfecho. Con los mismos arrumacos con que el soldado había logrado que la matrona quisiera seguir viviendo, se lanzó al asalto también de su pudor. No le parecía a la casta dama ni carente de gracia ni sin labia el joven, en tanto que la esclava la predisponía en su favor y le decía siempre como remate:

“¿Combatirás tú misma un amor placentero?” (Eneida, IV, 38)
¿Para qué alargarme más? Tampoco en esta parte de su cuerpo guardó más dieta la mujer, y el soldado vencedor la persuadió en ambos terrenos. Durmieron, pues, juntos no sólo aquella noche, en que hicieron su boda, sino también al día siguiente y al otro, por supuesto con las cancelas del enterramiento cerradas por dentro, para que cualquiera, conocido o desconocido, que se lleguase al mausoleo, creyese que había lanzado el último suspiro sobre el cuerpo de su marido aquella castísima esposa.

Pero encantado el soldado con la belleza de la mujer y con el secreto, todo lo que le permitían sus posibles lo compraba y nada más caer la noche lo llevaba al mausoleo. Y así, los parientes de uno de los crucificados, en cuanto vieron abandonada la vigilancia, desclavaron de noche al colgado y le rindieron el último servicio. Ahora bien, el soldado, aunque obligado por la consigna, abandonó su puesto; y cuando al día siguiente vio una cruz sin cadáver, temeroso del castigo, expuso a la mujer lo que le había ocurrido: no iba a esperar, le dijo, la decisión del juez, sino que con su propia espada iba a dictar él mismo sentencia contra su negligencia. Que le dispusiera ella desde ese momento un lugar para morir y que convirtiera el fatal enterrarniento en uno solo para su amigo y para su marido. La mujer, no menos compasiva que honesta, le dijo: “No permitan los dioses que a la vez asista a los dos funerales de los dos hombres para mí más queridos. Prefiero colgar al muerto que perder al vivo”.

De acuerdo con estas palabras decidió sacar del ataúd el cuerpo de su marido y clavarlo en la cruz que estaba vacía. Se aprovechó el soldado de la ingeniosidad de aquella mujer tan previsora, y al día siguiente maravillóse la gente de qué manera el muerto se había ido a poner en la cruz.

La esposa clónica

La esposa clónica, versión libre del mito de Hera e Ixión
Gabriel Almirante Gragera
Badalona 27 de diciembre de 2005

Una vez llegó a Tesalia procedente de un lejano país un joven llamado Ixión. Su plan de viaje era solicitar la mano de la princesa, para lo cual sedujo al rey con espléndidas promesas. Tras el solemne juramento exigido a los pretendientes reales, el padre accedió a casar a su hija con el recién venido. Pero una vez celebrada la boda, como no podía ser de otra manera, Ixión no cumplió con lo prometido, sino que entregó como único presente nupcial una fosa de ascuas al rojo vivo donde su recién estrenado suegro junto con la restante parentela de su esposa de ambos sexos fueron arrojados, abrasados y cubiertos de tierra. Con semejante perfidia consiguió el reino y un matrimonio sin demasiadas interferencias familiares.

El horror provocado por el doble sacrilegio, el más difamante perjurio jamás cometido y el espantoso asesinato, fue tal que ningún mortal se avino a purificarlo a pesar de las múltiples y desesperadas demandas del criminal. Así el reino de Ixión llevaba padeciendo durante cuatro largas décadas la maldición de no ser visitado por ningún extranjero o peregrino, y sus gentes se veían privadas de las rejuvenecedoras historias que se forjan por caminos y vaguadas. Tampoco podía ninguno de sus súbditos salir de viaje franqueando los confines de los reinos vecinos por expresa proscripción de sus reyes, quienes habían ordenado marcar con tinta roja las lindes compartidas y no permitir la entrada a nadie que dejara tras de sí huellas de semejante color. Nunca hasta la fecha se había tenido noticia de un aislamiento como aquél.

Entonces Zeus, soberano del Olimpo, se apiadó del sacrílego reino purificando a Ixión en la fuente Castalia, por cuyas aguas juran los inmortales. Mientras las aguas cristalinas se llevaban los crímenes valle abajo, Ixión veía afianzado su poder de seducción, que lograba incluso ganarse los favores divinos más invocados por sus congéneres. La purificación surtió efecto inmediato y la rayas rojas acabaron difuminándose bajo las continuas huellas que dejaban los caminantes en ambos sentidos. Tanto gustó a Zeus la idea de que por fin se congraciaran mortales e inmortales, que incluso invitó al rehabilitado Ixión a un banquete en su propio palacio como muestra de su clemencia y magnanimidad.

Sin embargo, por tercera vez la osadía de Ixión puso a prueba las leyes divinas: ni la más sagrada hospitalidad que puede un humano recibir quedó sin mancillar. Tras el exuberante festín ofrecido en su honor por Zeus ante la presencia unánime de todas las divinidades olímpicas, el invitado se puso a contar unas historias tan desesperadamente maravillosas que todos los dioses cayeron bajo su hechizo paralizante. Les contó increíbles historias de muy devotos países aún por nacer, ciudades sin pasado ni futuro destinadas a desvanecerse en los altares de la vanidad, gentes que se entregarían cotidianamente a sacrificar sus propias vidas convertidas en humo para los inmortales. Las petrificadas miradas de los dioses no lograron detectar las mentiras en la cara del pérfido, sino que todos sin excepción se rindieron a los seductores encantos y lo aclamaron como rey de la elocuencia.

Ya los comensales se iban retirando a sus respectivos aposentos privados, cada uno de ellos seguido de sus predilectos compañeros de cama en un desfile tan singular como poco militar. A la cabeza de la comitiva iba el soberano Zeus, besando y haciendo arrumacos a Ganimedes, su criado y escolta personal, el más hermoso jovenzuelo del Olimpo, favorito entre los favoritos, envidiado y odiado por todos sin excepción. Luego la hermosa Afrodita, escoltada a uno y otro lado por sus dos amantes, el constante Hefesto y el impetuoso Ares, un binomio sexual infalible. A continuación la virginal Atenea, eternamente privada de los placeres del incesto, armada sola con los últimos y estimulantes artilugios de su inteligencia varonil. Después Apolo con su coro de Musas incorpóreas, inigualables en la práctica del sexo seguro; su gemela Ártemis la cazadora le seguía acariciando la última camada de perros sin pedigree llegada desde las remotas montañas afganas. Más atrás el andrógino Dioniso, en medio de su lujurioso séquito de ninfas, sátiros lascivos y la inseparable Ariadna, formando todo el grupo una descomunal algarabía. Y por último Hermes, asido de la mano de la última alma escatimada a las tinieblas del Infierno.

En la mesa quedaron solos el invitado de honor y su anfitriona Hera, la desairada y una vez más menospreciada esposa. En ese preciso instante Ixión afinó su lengua como nunca antes para atraer a su presa a la red de su abrazo y llevársela consigo entre halagos y caricias sin par. No respetó ni los aposentos más íntimos del Olimpo, los más celosamente guardados, sino que sus hechizos verbales irreverentes profanaron impíamente el tálamo nupcial de sus anfitriones, el sepulcro donde se consagran todos los matrimonios del universo mundo. Llegados al lecho conyugal, Ixión se avalanzó sobre Hera y para acabar de violar la voluntad de la diosa matriarca descargó en sus ya rendidos oídos los últimos cartuchos de vanidad que le quedaban al seductor. Sus palabras estiraron las flácidas carnes del cuello y los mentones, alisaron las arrugas faciales, apuntalaron los desmoronados senos, succionaron de los muslos y de la cintura los grasientos deshechos de las cada vez más frecuentes cenas sin postre. Y talmente coronada de virtudes y talmente irreconocible la dejaron aquellas palabras, que la auténtica se escabulló por entre los innumerables huecos desocupados de materia como resultaron de tan particular intervención quirúrgica.

Con aquella esposa clónica, vacía, inanimada consumó Ixión sus amores sacrílegos. Y de la misma manera que un dónut en su perpetuo circular alrededor del hambre, de igual manera también fue condenado Ixión, porque a aquella esposa clónica, vacía, inanimada quedaron perpetuamente atadas sus persuasivas palabras, rodeándola, incapaces de llenar el vacío.

Fruto de esta insana unión nacieron mil esposas, todas igualmente clónicas, y mil centauros que tenían por pezuñas tampones de tinta roja indeleble, y toda esta generación de horribles seres pobló y colonizó el reino de Ixión hasta convertirlo en el más irreconocible e inhóspito de cuantos lugares dieron nunca hospitalidad a visitantes embaucadores.

viernes, 26 de octubre de 2007

El 27-M: con mi voto, la memoria

El 27-M: con mi voto, la memoria
Gaspar García García - Ponferrada, León
http://www.nodo50.org/unidadcivicaporlarepublica/III%20republica%202007/republica%20nostalgia.htm

PUBLICACION:
Edición Impresa - EL PAÍS.
SECCIÓN / ÁREA: Opinión
http://www.elpais.com/articulo/opinion/27-M/voto/memoria/elpepiopi/20070508elpepiopi_12/Tes/%20-%2031k

Acabo de cumplir 93 años y todavía sigo preocupado por la guerra incivil en la que participé. Recién alumbrado el año 1936 inicié el servicio militar, jurando la bandera roja, gualda y morada republicana, la que mis superiores me instaron a defender hasta la última gota de mi sangre si fuese necesario. Al estallar la guerra, esos mismos superiores, cuando mi compañía era conducida al frente, ordenaron cambiar la bandera que habíamos jurado defender por la roja y gualda de los rebeldes que, a la postre, defendería hasta caer herido y hasta la muerte muchos de mis compañeros a pesar de no haberla jurado nunca. Después de tantos años siento todavía el yugo que me suponía obligado cómplice de la conspiración de mis jefes militares. Ellos rompieron mi propio juramento y me forzaron a rebelarme contra él. Reivindico la memoria de aquellos tiempos y, sobre todo, recuperarla para honrar a tantos asesinados y enterrados por la barbarie planificadamente exterminadora de los vencedores en cunetas, huertos o parajes, que viejos como yo aún recordamos. Nunca me he sentido vencedor, detesto mi servicio a una bandera impuesta durante casi 40 años por un régimen de miedo, perversión, crimen, atraso e ignominia. Ahora lo importante es que esto lo sepan los niños desde que entran en la escuela: la memoria que nunca se debe perder para desechar las guerras a base de democracia y mantener la esperanza viva que generó el 14 de abril de 1931. La guerra no fue una consecuencia de la República, la guerra fue planificada por fuerzas civiles, militares y de la iglesia católica que exterminaron el progreso, la democracia y la libertad inherentes al desarrollo en paz de la II República.