miércoles, 1 de mayo de 2013

Las píldoras secretas del Doctor Glas

Presento para mis compañer@s de lecturas esta genial novela de Söderberg, Doctor Glas, hasta hace unos días totalmente desconocida para mí. Si os ha pasado lo mismo que a mí, leyendo el fragmento que he seleccionado entenderéis el porqué. La novela tiene forma de diario, lo que la hace más terrible. Ediciones Alfabia.


10 de julio

Ante el escritorio.

Se me ha ocurrido disparar el resorte que abre el cajoncito secreto. Naturalmente sé lo que hay allí: solo una cajita redonda con unas pocas píldoras. No quiero dejarlas en el botiquín, porque cualquier día podría producirse una confusión, y no sería nada bueno. Las hice yo mismo, hace unos años, y contienen un poco de cianuro de potasio. No pensaba precisamente en suicidarme cuando las confeccioné, pero siempre he pensado que un hombre prudente tiene que estar preparado.

Si uno toma un poco de cianuro en un vaso de vino o algo por el estilo, la muerte sucede inmediatamente, el vaso escapa de las manos y cae al suelo, y a nadie le pasa desapercibido que ha sido un suicidio. A veces eso no conviene. Si, por el contrario, uno toma una de mis píldoras y bebe después un vaso de agua, pasan uno o dos minutos hasta que la píldora se disuelve y produce efecto, y hay tiempo para dejar tranquilamente el vaso en la bandeja, sentarse en una butaca cómoda frente a la chimenea, encender un cigarro y abrir el Aftonbladet. De pronto, el colapso. El médico diagnostica un ataque cardíaco. Si se hace la autopsia, aparece el veneno, claro. Pero cuando no se presentan sospechas, ni nada especialmente interesante desde el punto de vista médico, nunca se hace la autopsia. Y nadie puede decir que se presentan tales circunstancias cuando alguien tiene un ataque mientras lee el Aftonbladet y fuma su cigarro de después de cenar.

Me tranquiliza, pues, saber que esas pildoritas revestidas de harina, que parecen perdigones, están ahí en espera del día en que pueda haber necesidad de ellas. En ellas duerme una fuerza, mala y odiosa en sí misma, originariamente enemiga de la humanidad y de todo lo viviente. Pero solo se la soltará cuando sea la única, apasionadamente deseada, liberación de un mal peor.

¿En qué pensaba yo mayormente, cuando me preparé esas pildoritas? Un suicidio por un infortunio amoroso nunca he sido capaz de concebirlo. Tal vez en la pobreza. La pobreza es temible. De todas las llamadas calamidades externas, la pobreza es la que se mete más adentro. Pero no parece que me ronde de muy cerca; yo mismo me cuento entre los bien situados, y la sociología me colocaría entre los ricos. En lo que más pensaba entonces era en la enfermedad. Una enfermedad larga, incurable, repugnante. Yo que he visto tantas cosas... Cáncer, lupus facial, ceguera, parálisis... Cuántos desgraciados habré visto a los que sin el menor remordimiento habría administrado una de esas píldoras, de no ser porque, en mí como en otras personas decentes, el interés propio y el respeto a la ley han hablado más fuerte que la compasión. Y en cambio, cuánto material humano inútil y desesperadamente estropeado habré contribuido a conservar ejerciendo mi oficio sin ruborizarme siquiera de cobrar por mis servicios.

Pero así es la costumbre. Siempre es prudente seguir la costumbre, y en materias que personalmente no nos afectan muy hondo, tal vez sea lo mejor seguirla. ¿Y por qué iba yo a convertirme en mártir por una opinión que tarde o temprano será la de toda la humanidad civilizada, pero que hoy es todavía criminal?

Tiene que llegar, y llegará, el día en que el derecho a morir se considerará mucho más importante e inalienable que el derecho a introducir una papeleta en una urna electoral. Y cuando haya madurado aquel día, todo enfermo incurable —y también todo «criminal»— tendrá derecho a la ayuda del médico, si desea la liberación.

Hay algo hermoso y grandioso en aquello de la copa de veneno que los atenienses dejaron que el médico ofreciera a Sócrates, una vez se hubieron convencido de que la vida de este era peligrosa para el estado. Nuestra época, en el supuesto de que lo juzgara del mismo modo, lo arrastraría a un vil cadalso y haría una carnicería con un hacha.

Buenas noches, poder maligno. Duerme bien en tu caja redonda. Duerme hasta que yo te necesite: en cuanto esté en mi mano, no te despertaré a destiempo. Hoy llueve, pero tal vez mañana brillará el sol. Y hasta que no amanezca el día en que incluso el brillo del sol me parezca apestado y enfermo, no te despertaré para echarme a dormir yo.



11 de julio

Ante el escritorio, en un día gris de lluvia.

Acabo de encontrar en un cajoncito una hoja de papel con unas cuantas palabras escritas con mi letra, según era unos años atrás, porque a toda persona le cambia la letra constantemente, con una modificación ínfima cada año, tal vez imperceptible para uno mismo, pero tan inevitable y seguramente como cambian la cara, la actitud, los gestos, el alma.

Lo escrito es:

«Nada empequeñece y rebaja tanto a un hombre como la conciencia de no ser amado».

¿Cuándo escribí esto? ¿Es una reflexión mía, o una cita que apunté? No lo recuerdo.

A los ambiciosos los comprendo. No tengo más que tomar una butaca en la ópera y escuchar la marcha de la coronación en el Profeta para sentir un cálido, por más que muy fugaz, deseo de reinar sobre la humanidad y de verme coronado en una gran catedral.

Pero tiene que ser mientras estoy vivo; no me importa que el resto sea silencio. Nunca he comprendido a los que corren en pos de un nombre inmortal. La memoria de la humanidad es injusta e imprecisa, y hemos olvidado a nuestros más antiguos y más grandes bienhechores. ¿Quién inventó el coche? Pascal inventó la carretilla y Fulton la locomotora, pero ¿quién inventó el coche con ruedas? Nadie lo sabe. Como compensación, la historia ha preservado el nombre del cochero del rey Jerjes: Patiramfes, hijo de Otanes. Ese guiaba el coche del Gran Rey. Y en cuanto al payaso que pegó fuego al templo de Diana en Éfeso para que la humanidad no olvidara nunca su nombre, lo cierto es que acertó de lleno y está en las enciclopedias.
Queremos ser amados; a falta de esto, admirados; a falta de esto, temidos; a falta de esto, odiados y despreciados. Queremos suscitar en los demás alguna especie de sentimiento. El alma aborrece el vacío, y quiere tener contactos a cualquier precio.