martes, 21 de febrero de 2012

El águila y el halcón

Versión libre de la leyenda del águila y el halcón, por Mamen Aznar

Cuenta una vieja leyenda de los indios Sioux que Toro Bravo, el más valiente, noble y joven guerrero de la tribu, y Nube Blanca, la bella hija del jefe, se amaban profundamente. Sentían un amor tan intenso el uno por la otra que el temor de que un día pudieran dejar de amarse no les permitía vivirlo con toda la intensidad de la que ese amor era merecedor. Decidieron, por fin, acudir al viejo hechicero de la tribu, seguros de que con su sabiduría el venerable anciano les proporcionaría toda la ayuda de que fuera capaz.

Así lo hicieron, tiernamente abrazados llegaron a la tienda del hechicero, que los miró emocionado al verlos tan jóvenes, bellos y enamorados.

-¿Qué deseáis? ¿Qué queréis de mí?, -les preguntó el viejo y sabio chamán.

-Venerable anciano -contestó Toro Bravo-, Nube Blanca y yo nos amamos desde que éramos niños. Queremos casarnos y compartir nuestras vidas hasta el día en que la gran diosa madre nos reclame de nuevo a su lado. Sin embargo, en nuestras almas hay un desasosiego continuo que no deja que nuestra felicidad sea completa.

-Tememos -añadió Nube Blanca- que algún día este amor que nos une pueda desaparecer, y eso no nos deja vivir en paz.

-¿Querrás, con tu inmensa bondad -continuó Toro Bravo-, realizar un hechizo o entregarnos un talismán que conjure nuestros temores?

El anciano los observó fijamente durante un largo tiempo y, finalmente, les dirigió estas palabras:

-Existe un hechizo para vuestros pesares, sin embargo, para llevarlo a cabo deberéis cumplir una tarea ardua y peligrosa…

-No nos importa -respondieron los enamorados al unísono-, estamos dispuestos a cualquier cosa con tal de que nuestro amor no tenga fin.

-De acuerdo entonces -dijo el viejo-, si eso es lo que queréis os explicaré lo que debéis hacer.

-Primero tú, pequeña –habló el anciano dirigiéndose a Nube Blanca-, ¿conoces el monte sagrado situado al norte de nuestra aldea? Pues bien, tu misión es la siguiente; deberás alcanzar su cima tú sola, sin otras armas que tus manos y una red. Y una vez hayas conseguido llegar a la cumbre, habrás de cazar el halcón más fuerte y hermoso de los que allí anidan. Después lo traerás aquí con vida el tercer día después de la luna llena.

-En cuanto a ti, Toro Bravo –continuó el hechicero mientras clavaba su mirada en el joven guerrero-, te dirigirás hacia el sur, hasta llegar a la montaña del trueno, cuando arribes, de la misma manera que tu amada Nube Blanca, alcanzarás su cima sólo con tus manos y allí deberás buscar el águila más hermosa, atraparla con una red y traerla viva el mismo día en que Nube Blanca debe venir con su halcón.

-Eso es todo –añadió-, ahora podéis partir a cumplir vuestras misiones.

Los jóvenes salieron un tanto perplejos de la tienda del anciano, pues no entendían cómo esas tareas que les habían sido encomendadas habrían de conseguir que su amor llegara a ser eterno, sin embargo, la confianza que sentían por el hechicero era tal, que no osaron ni siquiera plantearse las dudas que les embargaban. Así pues, simplemente se miraron tiernamente a los ojos, se dieron un largo y profundo abrazo y, tras desearse suerte, partieron, ella al norte y él hacia el sur, para llevar a cabo su misión.

Iniciaron su viaje en direcciones opuestas, sin mirar hacia atrás, con la seguridad que les proporcionaba su mutuo amor. Ambos llegaron al pie de sus respectivos montes a la misma hora, cuando ya anochecía, y, como si se hubieran puesto de acuerdo, cada uno de ellos preparó un pequeño campamento en el que pasar la noche. Mientras la luna llena les contemplaba, recitaron sus plegarias a los dioses pidiéndoles protección y, casi al mismo tiempo, se durmieron pensando cada uno en el otro. Era tal la unión de los amantes que parecía sus almas estuvieran en contacto directo, de manera que no necesitaban verse ni oírse para sentir al otro en su corazón.

Cuando despertó la Aurora, tiñendo de rosa el horizonte, Toro Bravo y Nube Blanca despertaron al unísono y contemplaron el maravilloso espectáculo que la Naturaleza les ofrecía. Sus corazones se llenaron de anhelos y esperanzas y, sin temor alguno, se dispusieron a escalar sendos montes sin más utensilios que sus propias manos. Anochecía cuando cada uno de ellos llegó a la cima y, como el día anterior, se prepararon para pasar la noche, sabiendo que, a la mañana siguiente, les esperaba la prueba más importante de todas.

Así fue, amaneció de nuevo y llegó el momento tan esperado. Nube Blanca buscó en el cielo y, por fin, divisó un halcón fuerte y vigoroso, el más hermoso de todos, y con la ayuda de una red consiguió cazarlo sin herirlo y lo introdujo en su bolsa. Por su parte, Toro Bravo encontró el águila más brava y la cazó sin hacerle un solo rasguño. Iniciaron entonces el regreso a la aldea llenos de gozo por el éxito de su misión.

Habían ya pasado tres días después de la luna llena y, tal como habían acordado, los dos jóvenes se reencontraron ante la tienda del viejo hechicero. Los ojos de ambos brillaban repletos de ilusión cuando entraron en el interior y depositaron sus bolsas a los pies del anciano. Este extrajo las aves y las observó atentamente.

-¡Qué hermosos ejemplares –exclamó el sabio-, ¿volaban alto? ¿Las habéis atrapado sólo con la ayuda de una red?

-Así es –contestaron ambos-, lo hemos cumplido todo tal y como tú nos pediste que hiciéramos.

¿Y ahora –preguntó Toro Bravo- debemos sacrificarlas para beber su sangre y comer su carne?

Nada de eso –respondió el viejo brujo-. Ha llegado el momento del conjuro; tomad estas cintas de cuero, amarrad las aves una a otra por las patas y, a continuación, soltadlas para que vuelen libres.

Los enamorados, sorprendidos, hicieron lo que el anciano les había ordenado y soltaron las aves. Entonces vieron como el águila y el halcón intentaban levantar el vuelo, pero sólo conseguían dar pequeños saltos para acabar revolcándose por el suelo. Después de varios minutos, las aves, irritadas ante la imposibilidad de volar, arremetieron una contra otra, dándose picotazos hasta lastimarse.

-Este es el conjuro –dijo entonces el anciano-. No olvidéis nunca lo que acabáis de ver. Vosotros sois como el águila y el halcón: si os atáis el uno al otro, aunque sea por amor, viviréis arrastrándoos y, finalmente, acabaréis lastimándoos. Si queréis que vuestro amor perdure, volad juntos, pero jamás atados.