lunes, 29 de septiembre de 2008

La noche más larga

La noche más larga

Versión libre del mito de Alcmena y Zeus a cargo de Gabriel Almirante Gragera

Sábado 15 de diciembre de 2007

Cuenta la leyenda que hace mucho, mucho tiempo el todopoderoso Zeus, soberano del Olimpo, no cesaba de voltear en su lecho conyugal. Era una cruda y fría noche de invierno y, como todavía no se había inventado la Navidad, la fantasía albergaba ensueños cálidos, febriles y absolutamente egoístas, como el de figurarse un Oriente Medio, una África o un Irak con sus belenes desiertos y unas familias occidentales tristes, desamparadas por no tener a tiro de Tomahawk desgraciadas figuritas de las que compadecerse. Esa noche todas las figuritas del belén global, todas sin excepción dormían entre sábanas calentitas. Y a falta de mejores blancos la calenturienta ensoñación de Zeus apuntaba a sus objetivos favoritos: metamorfosis, adulterio, zoofilia (en el buen sentido de dichos términos). Así, pues, conquistado por el amor de Alcmena, esposa de Anfitrión, no sólo concibió el plan de suplantar al marido en el más agradecido de sus papeles teatrales, sino que además ideó la forma de prolongar la función extramatrimonial imaginada trastornando la duración natural de los días y las noches. Por supuesto que el plan, por no ser de paz, se llevó a la práctica.

Cuentan que Anfitrión había dejado a su mujer sola en casa para enrolarse en una campaña militar en un lugar perdido de Oriente Medio. Entonces Zeus aprovechando la ocasión adoptó la forma y figura del marido ausente y, convertido en un Anfitrión clónico, ocupó su puesto de honor. De esta manera llegó a la casa de aquél un día antes de lo esperado y, de manera fingida, le contó a la sorprendida esposa que, movido por la impaciencia y el deseo amoroso, había tenido que anticipar el regreso. Durante la cena se inventó todo tipo de detalles jactanciosos y bravuconerías militares, tal como solía hacer el marido auténtico y, acabada la cena, se acostaron y se unieron amorosamente sin que Alcmena diera la menor muestra de notar el gato por liebre durante el transcurso de tan cálida velada. Sáquense al respecto las conclusiones pertinentes, pero todo parece indicar que: uno, las dotes transformistas de Zeus eran tan dignas de alabanza que debieran servir de ejemplo para los chapuzas (i-)responsables de la mutación irreversible de Michael Jackson; dos, Alcmena, además de la seductora belleza, entre sus virtudes también contaba con la del disimulo; tres, la ciencia moderna encargada de clonaciones estúpidas difícilmente podrá obtener resultados reales equiparables a los logrados por el mito; y cuatro, el gato es tan sabroso como la liebre, dicen los que vivieron la posguerra española, aunque, por la cuenta que le trae, y al menos por estos lares septentrionales, sabe disimularlo mejor y sin ayuda alguna de la ciencia moderna.

Pues bien, una vez consumados los primeros envites amorosos y aprovechando el sueño de Alcmena, Zeus llamó a su leal mensajero Hermes e hizo en voz alta la siguiente reflexión: “Fingiendo ser el marido la satisfacción amorosa es doble. Primero porque disfruto de un bien ajeno como si fuera literalmente propio, y segundo porque con este aspecto me veo libre del remordimiento de ser considerado un adúltero o un ladrón de bienes ajenos.” Al cabo del rato continuó diciendo: “Sin embargo, mañana se presentará el marido auténtico y me sabrá a poco este doble placer nunca antes experimentado.” Así que finalmente remató: “¿Por qué no hacer que esta noche se dilate en el tiempo de manera que puedan ser satisfechos con creces mis incesantes deseos amorosos?” Ante lo cual a Hermes no le quedó más remedio que pronunciar la consabida fórmula acostumbrada para estos casos: “Tus deseos son órdenes, mi señor.” Al instante el dios mensajero se calzó los áureos talares y, atravesando el éter llegó hasta las antípodas del mundo, donde Helios, el auriga del cielo, a la sazón se aplicaba diligentemente a la conducción del carro solar destinado a alumbrar a mortales e inmortales a su paso por el firmamento. Al comunicársele la voluntad de Zeus y muy a su pesar, como buen funcionario Olímpico que era, Helios obedeció las órdenes del soberano olímpico. Así, pues, detuvo su carro justo antes del amanecer que debía dar comienzo a un nuevo día y, desunciendo los resplandecientes corceles, se puso a descansar a la espera de recibir nuevas instrucciones.

Por vez primera desde el principio de los tiempos el astro rey detenía su curso y así permanecería por un espacio de duración tres veces mayor al de una noche normal. Y mientras los caballos de Helios trotaban agradecidos y pacían a su antojo por las praderas oceánicas de Oriente ante la displicente mirada de su dueño, Zeus y Almena yacían el uno junto al otro fundidos en ardoroso y prolongado abrazo, regocijándose y devolviéndose el uno al otro tiernos arrumacos y totalmente ajenos al duro impacto que, en caso de convertirse en hábito la triplicación de las horas nocturnas, semejante trastorno del orden natural del tiempo pudiera causar sobre el cambio climático o sobre los turnos laborales. Finalmente los amantes acabaron de saciar sus deseos y, una vez separados, el auriga del carro solar recibió orden de retomar su carrera celeste rumbo a Occidente y de devolver la luz a los mortales de esta parte del mundo.

Noche como aquella no hubo otra. Pasó a la posteridad como la noche en que fue gestado Héracles, el más fuerte y esforzado de cuantos héroes griegos conoció nunca la Hélade (y también el más bribón y borracho). El héroe que era capaz de estrangular serpientes a la edad de un bebé de cuna, desviar la corriente de un río, matar leones e hidras de múltiples cabezas con la fuerza sola de sus brazos y cazar bandadas de aves a pedradas. Incluso realizó un viaje de ida y vuelta a los Infiernos y se trajo de allí entre otros souvenirs a Cerbero, el gigantesco perro guardián de tres cabezas, amansado como si de un perrito faldero se tratara. Todas éstas entre otras muchas hazañas. Y es que tres tórridas noches de amor seguidas no daban para menos.

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